
En el transcurso de la vida, me he encontrado con varios casos de padres o madres que han retirado la palabra a su hijo, durante más o menos tiempo, o incluso roto definitivamente todo vínculo con él.
Esto puede darse por motivos muy diversos: porque el hijo no cumple con las expectativas del padre o la madre en cuanto a estudios o trayectoria laboral, porque ha caído en la droga, porque se ha vuelto agresivo en casa, porque no lleva a cabo lo que sus padres consideran que son sus obligaciones y se ha convertido en una carga para la familia... No sé, las razones pueden ser bastantes. Aunque también diré que he observado una característica común en la mayoría de estos casos: si la situación se alarga en el tiempo, los padres son los primeros que se arrepienten.
Porque, para un hijo, puede resultar un trago difícil perder a sus padres, pero, al fin y al cabo, es ley de vida que el pájaro termine abandonando el nido, al margen de que continúe manteniendo más o menos lazos con él. Sin embargo, perder a un hijo, a ese ser al que se le dedica tanto tiempo y esfuerzo, y en el cual se invierte tal cantidad de amor e ilusiones, creo sinceramente que es lo peor que le puede suceder a un padre o a una madre.
Y no tiene por qué ser así. ¿Tu hijo ha cometido un error o falta? ¿Se trata de algo gravísimo, tal vez? Bien, pues afróntalo junto a él. No te conviertas en su enemigo. Y tal vez podrías empezar por asumir que buena parte de la responsabilidad de este error la tienes tú como padre o madre. Ya que fuiste tú quien lo educó y le inculcó (o intentó inculcar) buena parte de los valores con los que hoy se maneja en la vida. Y tal vez sea ese el problema de algunos padres y madres: que les aterra el hecho de asumir su propia responsabilidad en las acciones de sus hijos y prefieren cargar toda la culpa sobre ellos, en lugar de aprovechar la ocasión para asomarse al espejo que este tipo de situaciones puede ofrecernos.
En pocas palabras: si tu hijo comete un error o toma un camino vital que te disgusta, asume primero tu parte de responsabilidad sobre lo que está sucediendo y entiende después que, en último término, deberías respetar sus decisiones, por muy equivocadas que te parezcan, y dejar que tome su propio camino y que tenga su propia experiencia vital. Aunque eso no quita para que tú puedas seguir aconsejándole y apoyándolo en cuanto él necesite y tú consideres oportuno.
Porque, al fin y al cabo, tal y como una persona muy preciada para mí me dijo en cierta ocasión: los hijos nacen con todo perdonado. Hagan lo que hagan, siempre hay que estar allí para ellos.
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