Un cuento imposible

Publicado el 5 de junio de 2023, 13:34

En un plano no tan lejano, ni hace tanto, ni hace tan poco, vivía un pueblo de seres minúsculos, casi insignificantes. Digo minúsculos e insignificantes, no por el tamaño de sus cuerpos, ya que en el fondo eran bastante parecidos a nosotros, sino por el de su espíritu.

Y es que todos y cada uno de estos seres tenía un espíritu especialmente diminuto, similar a la llama temblorosa de una vela a punto de apagarse. Y, claro, eran incapaces de hacer la menor tarea, de decir cualquier palabra o de dar un solo paso sin que antes alguien les hubiera dicho qué hacer, qué decir o hacia dónde dirigirse. La mayor parte del tiempo se la pasaban obedeciendo a sus amos o con la mirada puesta en un pequeño espejo de mano, hecho con un cristal negro bastante bello, por cierto, que los tenía absolutamente absorbidos y que no dejaban de toquetear.

Todos los seres de este plano, sin excepción, poseían uno de estos espejos y, a través de él, era que sus amos, una casta de magos que se sentían intocables, los dominaban por medio de engaños y fabulaciones. Lo hacían mediante imágenes y también con una especie de susurros, que apuntaban directamente a los cerebros adormecidos de los seres.

Cierto día, todos los espejos negros del plano empezaron a mostrar imágenes horribles de seres agonizando entre estertores y terribles sufrimientos, al tiempo que susurraban que esto se debía a un pequeño parásito, de naturaleza mágica e invisible para los ojos corrientes.

Este parásito, según los espejos negros, podía entrarte en el cuerpo a través de las vías respiratorias -boca y nariz- y enfermarte hasta el punto de acabar con tu vida incluso. Pero los espejos tenían también una buena noticia: era posible mantenerse relativamente a salvo siempre que se cumpliesen de la manera más estricta las siguientes indicaciones:

La primera era que todos los seres debían cortar todo contacto entre sí y encerrarse aislados en sus casas hasta nueva orden. El parásito mágico, según los espejos negros, tenía tendencia a pasar del cuerpo de un ser al de otro si ambos se hallaban lo bastante próximos.

La segunda era que todos los seres debían cubrirse nariz y boca con una hoja de parra atada al rostro con un cordón. También valían las hojas de plátano de sombra, pero éstas proporcionaban una protección menor, por algún motivo mágico y complicado que sólo conocían los magos.

Y la tercera era que todos los seres, llegado el momento, deberían dejarse inyectar un suero milagroso que los magos estaban preparando y con el cual, así lo prometían los espejos negros, sus cuerpos crearían un campo mágico que el parásito sería incapaz de atravesar.

Todo esto puede sonar un tanto descabellado a nuestros oídos, pero, ¡oye!, cuando se trataba de magia, no había lugar para la discusión. “Lo dice la magia y punto”, era la respuesta que con mayor frecuencia se daba a quienes osaban hacerse el más mínimo cuestionamiento. Lo cual solía rematarse con un “¿acaso vas a saber tú más que los magos?”.

Así que, siguiendo los dictados de la magia, todos los seres cumplieron al dedillo con sus obligaciones, se encerraron en sus casas aislados los unos de los otros, se cubrieron los rostros con una hoja de parra -o de plátano de sombra, si no tenían otra cosa a mano- y, cuando los magos tuvieron listo su suero, corrieron todos a inoculárselo, para acabar por fin con aquella pesadilla.

En todo este tiempo, sólo unos pocos seres llegaron a enfermar, mostraron algo de fiebre o un poco de tos. Pero la guardia de los magos, haciendo gala de su proverbial eficiencia, no tardaba en presentarse en sus casas y llevárselos a la ciudadela de los magos. De estos pobres desgraciados no volvió a tenerse noticia jamás. Pero, ¡oye!, siempre eran necesarios algunos sacrificios en beneficio del bien común. Sobre todo en los tiempos que les había tocado vivir.

No pasó demasiado antes de que todos los seres tuvieran ya la protección del campo mágico que les proporcionaba el suero. Y, sin embargo, no pudieron recuperar sus vidas normales. Ya no estaban encerrados en sus casas, de acuerdo, pero seguía siendo obligatorio llevar el rostro cubierto con una hoja. Además, estaban prohibidas las reuniones de más de cinco personas, que los seres se desplazaran más allá de los límites de sus pueblos o permanecer fuera de sus casas una vez pasado el ocaso. Porque, como todo el mundo sabía, el parásito mágico era mucho más peligroso durante las horas nocturnas. Y, por supuesto, cualquier muestra de cariño, como los besos y los abrazos, provocaba el más absoluto rechazo social por parte de todos los seres.

Así que el suero, por lo que parecía, no era tan efectivo. De hecho, todos los seres tuvieron que inoculárselo de forma periódica a perpetuidad, primero cada tres meses y, algo después, cada seis. Y es que el campo mágico -ese que nadie podía ver- iba perdiendo, con el paso del tiempo, su fuerza frente al parásito -ese que tampoco nadie podía ver-. Y, con todo, ninguno de los seres osó poner ninguna pega ni hacerse el menor cuestionamiento. Lo decía la magia y, como tal, no había lugar para la discusión.

Tampoco se cuestionaron nada cuando muchos de ellos comenzaron a enfermar y morir después de la segunda, tercera, cuarta o demás inoculaciones que siguieron. Y no es que cayeran a causa del parásito mágico. Claro, eso era imposible habiéndose inyectado el suero. Sencillamente, se llevaban la mano al pecho y se desplomaban sin vida en el suelo, como si les hubiera alcanzado un proyectil invisible.

Los espejos negros, por supuesto, tenían su explicación a esta situación: se debía a que los seres fallecidos no habían dormido suficientes horas, o que habían comido demasiado, o que algo les había enfurecido y no habían sido capaces de gestionar sus emociones. Durante toda la vida, los seres habían pasado alguna que otra mala noche, se habían pegado atracones de comida de vez en cuando o se habían enojado con sus familiares o amigos, y esto no los había hecho caer fulminados sin vida. Pero, ¡oye!, lo decían sus espejos negros, era la magia la que hablaba, ¿y quiénes eran ellos para ponerlo en duda?

De igual modo, nadie dudó tampoco cuando, durante varios años estuvo sin caer ni una gota de lluvia e hizo un calor fuera de lo normal y los espejos negros dijeron que esto era por culpa de los seres y de las chimeneas de leña de sus casas. Éstas no solo calentaban los hogares, según los espejos, sino que humo que expulsaban y ascendía hasta los cielos se iba acumulando ahí y hacía que aumentaran las temperaturas, al tiempo que impedía que se formaran nubes de lluvia.

Sin embargo, si alguno de los seres, aunque fuera uno solo de ellos, hubiera dejado de contemplar su espejo negro por un momento para levantar la mirada al cielo, habría podido descubrir a los magos volando por las alturas a lomos de sus dragones y dejando unos extraños regueros de vapor tras de sí, con los cuales trazaban una suerte de símbolos mágicos que tenían la cualidad de deshacer o repeler las nubes. Y estos regueros de vapor, al descomponerse con el tiempo y fundirse con el firmamento, creaban un manto blanquecino que lo cubría todo y, bajo el cual, los rayos del sol se sentían con mayor intensidad y, en consecuencia, aumentaba el calor del ambiente.

Pero, miento, en cierta ocasión sí que uno de los seres levantó la mirada de su espejo negro para observar a su alrededor. Y lo que vio lo dejó tan horrorizado que rápidamente volvió a concentrarse en su espejo intentando olvidarse de todo. Donde antaño hubiera cielos de un azul intenso con nubes algodonadas y campos verdes y fértiles rebosantes de ríos y salpicados por bellos pueblos donde la gente vivía feliz, entre risas, abrazos y canciones, ahora sólo quedaban tierras yermas, quemadas por el sol y cubiertas por una neblina blanquecina, y poblaciones grises, rodeadas de alambradas, por donde montones de seres zombificados arrastraban penosamente sus almas, inclinados sobre sus espejos negros de mano y a la espera de que les llegara el turno de inocularse el suero milagroso de los magos por enésima vez. Un suero que, aunque nadie quería reconocerlo, ya había acabado con muchos de sus familiares y conocidos.

Pero esto que os he contado sólo es algo que sucedió en otro plano y otro tiempo, ¿verdad?, a un pueblo de seres ingenuos y estupidizados por su espejo negro, que además tenían una fe ciega en la magia de sus amos. Jamás nos sucedería a nosotros, tan cultivados y tan de vuelta de todo como estamos. Sobre todo porque tenemos la ciencia y unos gobernantes, adalides de la democracia, que lo único que quieren es lo mejor para nosotros.

Podemos estar tranquilos y seguir disfrutando de nuestros teléfonos móviles.

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