Una historia de ratones

Publicado el 1 de febrero de 2024, 9:44

Imagina una colonia de ratones viviendo en los márgenes de un bosque. Tienen un arroyo cerca, que les provee de agua y, si se adentran entre los árboles, pueden encontrar frutos en abundancia. Su vida no está exenta de peligros, claro, en forma de comadrejas, serpientes o búhos, pero tienen a su favor el don más preciado al que puede aspirar cualquier criatura: la libertad. Libertad para moverse, libertad para relacionarse entre ellos, libertad para disfrutar de la naturaleza y libertad para experimentar plenamente todo aquello que la vida puede ofrecerles.

Imagina ahora que, un buen día, un ser humano encuentra la colonia de ratones y, valiéndose de artimañas, consigue atraparlos a todos, los lleva a su casa y, una vez allí, los acomoda en una jaula. Esta jaula se encuentra justo en el centro de un gran salón de paredes de piedra, sin muebles ni recoveco alguno en el cual pudiera refugiarse un animal pequeño y con una sola puerta que siempre permanece cerrada. En el salón, detalle importante, se encuentran además once gatos hambrientos que no quitan ojo a los ratones.

La jaula, eso sí, es grandísima y cuenta con todo tipo de comodidades: comida y agua siempre a su alcance, unos confortables nidos de algodón, y un sinfín de entretenimientos, como ruedas, túneles y columpios.

Algunos ratones, los más conformistas y de espíritu más débil, agradecen su “buena fortuna” y celebran la nueva situación. Ya no tendrán que esforzarse más para buscar alimento, estarán a salvo de las fieras salvajes y no volverán a sufrir frío ni penalidades durante el invierno. La mayoría de ratones, sin embargo, son conscientes de la situación, saben que han perdido la libertad y se encuentran completamente a merced del ser humano que los atrapó. Y muchos de ellos intentan escapar por todos los medios posibles para regresar a su hogar. Algunos, claro que sí, consiguen salir de la jaula, evadir a los gatos y escabullirse del gran salón aprovechando que el ser humano abre justo la puerta para entrar o salir. Pero muchos otros no tienen tanta suerte y acaban despedazados y devorados por los gatos ante las miradas horrorizadas del resto de ratones que observan desde la jaula.

Sigamos imaginando. El tiempo pasa y cada vez son menos los ratones que intentan escapar. Sólo tienen que transcurrir 2 generaciones para que los intentos de fuga dejen de tener lugar casi en su totalidad. Y 4 o 5 generaciones después, ya ha desaparecido el último de los ratones de la primera generación, aquéllos que sufrieron la captura original. Los que no intentaron escapar en su momento, terminaron muriendo de viejos. Es por esto que ya ningún roedor recuerda el agradable calor del sol en el rostro, la caricia de la brisa, el canto de los pájaros o el embriagador aroma del bosque durante el amanecer. Nada más lejos de la realidad. La mayoría de los ratones de la jaula están más que satisfechos con su vida de comodidad y entretenimientos, e incluso están convencidos de que viven en el mejor de los mundos posibles. Además, intentar salir de la jaula sería una locura. Ahí fuera no hay otra cosa aparte de peligros, empezando por la casi total certeza de una muerte atroz entre las garras y dientes de los gatos.

Pero, cierto día, el ser humano decide que tiene demasiados ratones. Ciertamente, su número ha crecido bastante y son seis veces más que al principio. Apenas queda espacio en la jaula y las trifulcas por la comida y el agua se dan con frecuencia. Así que decide buscar la manera de reducir la población de roedores. ¿Pero cómo hacerlo sin que los animales entren en pánico y se vuelva a producir una oleada de intentos de fuga, como la que sufrió durante las semanas que precedieron a la captura? En esa ocasión, la casa entera terminó llenándosele de ratones y tuvo que contratar un exterminador.

El ser humano prueba de todo. Envenena la comida a bajas dosis, para que los ratones no mueran nada más tomarla, sino que enfermen tiempo después. Lo contrario podría ponerlos en alerta y hacer que ninguno volviera a comer, con lo que podría morir toda la colonia y eso tampoco es lo que desea. Aparte, también los fumiga a diario con un pesticida alto en metales pesados, como cadmio y aluminio. Pero ni lo uno ni lo otro funciona demasiado bien. El ser humano apenas consigue terminar con unos pocos ratones. Y, para colmo, con el paso del tiempo, los roedores afectados son cada vez menos y, al final, apenas muere alguno de vez en cuando.

Lo siguiente que intenta es irradiarlos con ondas electromagnéticas, valiéndose de unos pequeños artilugios que coloca alrededor de la jaula. En esta ocasión, consigue enfermar y matar a bastantes más ratones que con los venenos. Pero, al igual que sucediera entonces, los metabolismos de los ratones parecen adaptarse a la nueva situación día a día. Las muertes por radiación se reducen hasta ser prácticamente inexistentes. Aunque, eso sí, parece que un alto porcentaje de los roedores se han vuelto más débiles y propensos a la enfermedad.

“¿Y si mejor hago que se maten entre ellos?”, piensa entonces el ser humano. Para conseguirlo, reduce el suministro de comida y agua en la jaula a apenas una cuarta parte. El efecto es inmediato y devastador. Antes de lo que se tarda en contarlo, estalla en la colonia una auténtica guerra. Los ratones jóvenes matan a los ratones viejos, los machos matan a las crías de las hembras y los fuertes, en definitiva, matan a los débiles.

Días después, alarmado por la elevada cantidad de cadáveres de ratones que se amontonan en el interior de la jaula (y también por el desagradable olor que impregna todo el salón) el ser humano decide poner fin a la guerra. ¿Y cómo lo hace? Pues echando flúor en el agua. Horas después, los roedores están bastante calmados y el ser humano puede eliminar con tranquilidad cualquier vestigio del terrible genocidio.

Pero el ser humano no está satisfecho todavía. Ha llegado un punto en que está harto de alimentar y limpiar los desechos de tantos animales. Con quedarse con media veintena de roedores, tendría más que suficiente. Además, quiere tener más control sobre cada individuo. Le da verdadero pánico que pueda producirse una nueva oleada de fugas.

Tras pensarlo largo y tendido, el ser humano encuentra la solución a sus desvelos: existe un nuevo suero con nanotecnología que, una vez inyectado en el torrente sanguíneo, se desplaza hasta el cerebro del individuo permitiendo tenerlo localizado en todo momento, además de monitorizar su estado de ánimo e incluso provocarle emociones muy concretas, como alegría, miedo o apatía. Pero hay un pequeño detalle a tener en cuenta: es probable que 9 de cada 10 ratones no sobrevivan al tratamiento y mueran por problemas cardiovasculares durante los primeros días.

Esto viene de perlas al ser humano. Con un único golpe de mano, podrá cumplir sus dos objetivos: reducir la población de ratones a aproximadamente 20 individuos y tenerlos perfectamente controlados, sin riesgo de que se produzcan más fugas. Y mientras aguarda a recibir los viales de suero, el ser humano se deleita planificando futuras formas de control para la colonia de ratones, como quitarles las ruedas y columpios (hacen demasiado ruido), suministrarles pienso hecho a base de insectos (es más barato y ecosostenible que el pienso normal), o compartimentar la jaula en pequeños habitáculos de 15 pulgadas cuadradas, para aislar los roedores, imposibilitar del todo cualquier intento de fuga y que sólo se relacionen y reproduzcan cuando él lo considere oportuno.

Pero lo que el ser humano no sabe es que, en la colonia de ratones, hay un puñado de individuos que ha cobrado consciencia de que algo pasa con los alimentos, que no terminan de sentarles bien del todo, que el espray con el que son fumigados cada día les hace enfermar de los pulmones, que la energía que irradian los artilugios que el ser humano colocó alrededor de la jaula les provoca todo tipo de malestares, que la gran guerra que tuvo lugar en la jaula comenzó cuando el ser humano decidió que los ratones pasaran hambre y sed, y que el agua, últimamente, los deja torpes y desorientados.

En principio, son sólo unos pocos y el resto de ratones apenas les prestan oídos. Pero esperemos a ver qué pasa. Si el ser humano no se maneja con cuidado a la hora de ejecutar sus planes de exterminio y control, y si los ratones conscientes aprovechan cada uno de sus tropiezos para hacer ver al resto lo que está sucediendo en realidad, las tornas pueden cambiar de manera inesperada.

Esperemos sólo que esto suceda antes de que sea demasiado tarde.

¿Te suena de algo todo esto? ¿No es curioso cómo se parece la historia de estos ratones a la misma historia de la humanidad en el último siglo?

En nuestro caso, como en el del relato de los ratones, el final también está por decidir. Así que, ¿qué vas a hacer al respecto? ¿Piensas levantar el culo ya del sofá y hacer algo para salvar tu pellejo y el de tus familiares y amigos? ¿O te quedarás mirando cómo caen todos a tu alrededor, hasta que te llegue el turno a ti también?

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